Al empezar a escribir estas tontas reseñas de los libros que estoy leyendo este año lo hice más por obligarme a seguir escribiendo que porque me apeteciese, pero visto cómo nos ha salido 2020, de confinamiento en confinamiento, al final poco estoy haciendo de provecho más que leer...
Mil páginas ... o casi 900, para ser exactos. Estoy contento: hacía bastante tiempo que no me leía un libro "gordo de verdad" y, para el poco tiempo que le dedico cada día, tampoco he tardado tanto en terminarlo. Los Buddenbrook (de Thomas Mann, 1901, en traducción de -como bien pone en la portada- Isabel García Adánez para Edhasa, 1º edición de 2008, 9ª reimpresión de 2019) es otro de esos libros que, sin que yo sepa muy bien por qué, e intuyo que un poco como el que hace uso de un catador para evitar envenenamientos, mi hermano hace que me lea yo antes de hacerlo él... pues nada. Se lo agradezco por lo demás, que no lo habría cogido de primeras y ha estado entretenido. Esta novela, que aparentemente bebe en buena medida de los recuerdos familiares del autor, discurre en la ciudad hanseática de Lubeca (hoy parte de Alemania, en buena parte de la novela ciudad-estado libre) entre los años 30 y 70 del S. XIX, y narra la saga de una familia de comerciantes; o por ser más precisos la "decadencia de una familia", como reza el subtítulo del libro. Una familia que decae, sí, pero en la que en realidad no sucede nada más que la propia vida: éxitos y fracasos comerciales y matrimoniales, nacimientos y enfermedades, básicamente; tiene gracia que el autor se las apañe para llenar tantas y tantas páginas de "nada", a base de descripciones interminables de los platos de una cena o de una jornada escolar, por ejemplo, y del día a día de una pequeña ciudad (con su contexto histórico particular, y curioso a nuestros ojos, pero bueno...). Supongo que es un poco la moraleja que se le puede sacar: que todas nuestras anodinas historias personales, bien contadas, darían para una novela de Nobel. O igual no, qué sé yo...
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